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«Adieu a la France» o la imparable decadencia de la «Grandeur» (1/2).

«Adieu a la France» o la imparable decadencia de la «Grandeur» (1/2).

Juli Gutiérrez Deulofeu, 27 de diciembre del 2015, 13.00h.

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(Gráfico del imperio francés).

«El pueblo que quiera cambiar su libertad por una seguridad temporal no merece ninguna de las dos, y acabará perdiéndolas» (Benjamin Franklin).

«A partir de este momento (1947) del Imperio francés irá perdiendo gradualmente todas sus colonias, mientras que en su interior la anarquía y la guerra civil tomarán la nación francesa» (Alexandre Deulofeu. La Matemàtica de la Història. 1948).

A consecuencia de los últimos atentados, llamados terroristas, en París, se ha desatado una histeria colectiva. La sinrazón una vez más se ha hecho señorial, el Dictador francés (lo llaman Presidente en las pseudodemocracias parlamentarias -presidencialista en este caso-) ha decidido recortar las libertades, en nombre de no se sabe qué seguridad temporal, con el visto bueno lamentable de la población francesa, y bombardear Siria de manera indiscriminada, aliándose con otros defensores de la democracia, como Vladimir Puttin o el también decadente y peligrosísimo imperio de Beijing.

La falta de visión, de perspectiva histórica se hace patente en todas partes. Hollande dice que Francia está en guerra. Todo el mundo ve al Estado Islámico como el «gran satanás del S.XXI». Y Hollande le declara la guerra. Y se equivoca, él y los analistas… El problema de Francia es mucho más grave. Vive efectivamente un principio de guerra, sí, pero no contra el terrorismo, sino contra ella misma. Vive el inicio de una guerra entre franceses, de una guerra civil.

Últimamente, el Estado francés ha ocupado las páginas de los periódicos, y no me refiero precisamente a la pantomima representada en París en torno al cambio climático. Hay realidades mucho más desgarradoras que nos señalan el declive imparable de lo que había sido el gran imperio de Luis XIV. Con él el imperio llegaba el momento culminante del primer proceso agresivo, según las leyes de la Matemática de la Historia. No bastaba con la retahíla imparable de conquistas militares, había que construir un Estado, había que vestirse adecuadamente con una imagen adecuada: la imagen del poder. Una imagen que se había empezado a construir desde el momento en que nació. Colbert lo entendió perfectamente y puso todos los medios artísticos al servicio de los intereses de la política. El arte volvía a renunciar a su famosa autonomía.

«El Estado soy yo» parece que dijo Luis XIV, según sea la fuente, y era necesario que se hiciera público y notorio. Más de trescientas estatuas y retratos pintados de Luis XIV han sobrevivido hasta hoy. Sin embargo una de las obras más emblemáticas y colosales, obra de François Girardon, no pudo sobrevivir al estallido revolucionario, más preocupado por cortar cabezas y acabar con cualquier resto de individualidad.

El imperio entraba en su fase de despersonalización, había que igualar a la sociedad, pero hacia abajo, muy abajo. Una manera definitiva de descabezar un pueblo era prohibir (¿libertad y prohibiciones?) entre otras cosas, las lenguas vernáculas. Uno de los mártires de la revolución, Danton, proponía a la Convención Republicana de decretar la pena de muerte contra todos aquellos que pretendieran trocear aquella Francia imperialista, jacobina nacida alrededor del núcleo hegemónico de la Isla de Francia.

Nada que ver con lo que pasaba en Francia en los tiempos del Rey Sol cuando el joven imperio estaba conformado por una federación de los antiguos contados y ducados independientes. Ernest Lavisse en su «Histoire de la France» exponía la dificultad de gobernar un territorio tan diverso, en el que no existía un derecho común para todos los territorios y donde la lengua francesa era desconocida por la gran mayoría de los habitantes del joven imperio.

Efectivamente, la Libertad con mayúsculas murió, curiosamente, con la Revolución. Fue, sí, sin duda, la Revolución, incapaz de dotar de verdaderos significados a su famoso y mentiroso lema «libertad, igualdad y fraternidad». Sí, en la Francia revolucionaria unos eran menos iguales, muchos tenían menos libertad y de la fraternidad más vale no hablar. Sólo los buenos «ciudadanos» podían caminar por las calles revolucionarias sin ponerse las manos en la cabeza para comprobar si todavía conservaban su cabeza sobre los hombros. Estos, hablaban, todos, francés. Otros, muchos ciudadanos, habían perdido la cabeza, como lo que pintó Géricault, y otros, con cabeza, llenaban las cárceles y las casas de locos, como la de la Salpêtrière. Eran los ciudadanos sin voz, los invisibles, los que ya no podían salir en los cuadros que tenían que venir. Y al final la Revolución terminó en una dictadura que también se había de legitimar con una expresión artística. Lo hizo David, otro mentiroso y nos pintó «La coronación del emperador y la emperatriz». En esta obra se muestra la capacidad del emperador para ordenar la nueva sociedad francesa. De este modo alrededor de Napoleón que ocupaba el lugar hasta hace poco reservado a Dios y a sus representantes, se disponían los ciudadanos «visibles», aquellos que habían entendido, seguramente por fuerza o empujados por la ley biológica que ordena el porvenir los pueblos, cuál era su lugar.

Y acabamos por hoy recordando una obra de Peter Weis, «Marat/Sade» que enfrenta el individualismo de Sade con uno de los máximos representantes de la Ilustración, Marat, pero de aquella Ilustración que había impuesto el terror de las guillotinas en las calles de París. Dice Sade: «…ahora veo dónde conduce esta Revolución. Conduce a una lenta muerte del individuo, a una lenta extenuación en la uniformidad, a una agonía de la cordura, a la cruel renuncia a uno mismo, a una fatal sujeción al Estado, la esfera del cual, infinitamente lejana, invulnerable, planea muy por arriba de cada uno de nosotros.»

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